En tiempos, en España se lloraba por conseguir
cualesquiera libertades, aunque fuesen pocas y rancias. Mejores tiempos llegaron
y la democracia y una Carta Magna garantista, se integraron en nuestro sistema y
posteriormente en nuestro ADN, con toda la intención de quedarse.
Para ello se buscó la pertenencia al selecto
club de quienes tenían a Montesquieu y a su teoría de la separación de poderes
como guion y enseña de lo que debe ser un país moderno y garante de los
derechos fundamentales de las personas, pretendiendo incluir España entre los
países más respetuosos con esa división de poderes.
Se garantizó la libertad, la igualdad, la
educación, la salud y la vivienda. Los derechos sociales, el trabajo y las
pensiones y como corolario de todo aquello, se garantizaron los derechos
personales. Se aceptó la entonces revolucionaria idea de “un hombre, un voto” y
se pasó a reforzar el sistema electoral con un procedimiento proporcionado a
las naciones vecinas.
Poco tiempo ha pasado y la sociedad se ha visto
sobrepasada por la modernidad, con ciertos derechos tomando arraigo en la
sociedad, pero marginando en su aplicación los derechos de otros.
La garantía de que la igualdad entre las
personas sería mantenida o las exigencias de colaboración en la aportación de
medios y esfuerzo para conseguir esa igualación han sido alguno de los pilares
que han sostenido este sistema durante los últimos cuarenta años que, podrían
calificarse de paz.
Los gobiernos sin ceder en su empeño de aplicar
estos derechos, no han tenido en cuenta que, en muchos casos el pago de
impuestos ha sido la llama que ha prendido la mecha de la pobreza, que los
elevados emolumentos o el uso como arma, de la amenaza diaria del peligro para las pensiones,
no ha dejado de suponer un permanente derroche de subvenciones, incluso para
personas que jamás han cotizado.
Quedaba la protectora y tuitiva Administración
de Justicia como parte del juego de la democracia, pero hete aquí que un día parte
de una Comunidad Autónoma decide evadirse de los intereses generales y alguno
de sus promotores resuelven “domiciliarse” en otro país por el cómodo método de
la fuga, pretendiendo posteriormente presentarse a la elección de eurodiputado.
Pensábamos que la justicia actuaría de oficio,
pero no. Inquirido el Tribunal Supremo, ha determinado que no tiene competencias para resolver. Eso sí, dejando marcadas
las líneas generales a seguir por los jueces. El Tribunal Constitucional, en otro gesto
garantista, ratifica que un fugado de la justicia, aún fugado, puede
representar al país en la Alta Institución europea. No tengo palabras.
El gobierno y su vicepresidenta en funciones
tienen la solución: “hay que acabar con el estereotipo del amor romántico”.