Conocíamos
su existencia, más no nos podíamos imaginar su ubicación. Allí arriba después
de los almendros debía haber un lugar donde los pobres pringados podían pasar
un rato de asueto, departiendo únicamente con ellos mismos.
Una
tarde, después de haber penado un par de horas de orden cerrado, otro par de
horas de orden de combate y otro par de horas o tres en clases, se nos formó
con urgencia y se nos avisó pomposamente que esa tarde podríamos acercarnos al Casino
de Alumnos, durante el tiempo de descanso. Sólo nos faltó rugir y tirar las
gorras al aire. Hubo un grito socarrón con algo así como un ¡bieeeen! que no
dejó indiferente a nadie. El CASEP de turno nos dijo que no era para tanto y
bla, bla,bla… Aséense y a partir de esa hora tendrán media hora para ir al Casino.
Por
una parte, aquello parecía una pequeña conquista y por otra no dejaba de ser
algo que, por esperado, no tenía la menor importancia.
Rotas
las filas, el que más y el que menos se encaminó hacía el famoso Casino para
observar con dolor la larga cola de más de cien metros con alumnos, igual que
nosotros, esperando la entrada. Aun así, pudimos echar un vistazo a su
interior. De repente, la ilusión se desvaneció y en su lugar apareció la cruda
realidad. Aquel rimbombante nombre, acercaba una posición mucho más elevada de
lo que en realidad era. Un bar. Un bar grande, pero un bar.
Pacientemente
nos dispusimos a guardar la cola, pero los minutos pasaban irremediablemente y
aun antes de haber entrado en el Casino, sólo quedaban ocho minutos de descanso
antes de formar para ir al estudio.
-Volveremos
mañana –Nos dijimos echándole moral.
Al
día siguiente, exactamente a la misma hora, se repitió la operación.
-¡Rompan
filas! –dijo el CASEP.
Esa
vez salimos de la formación apuraditos (vamos, a toda ostia), pero al llegar
allí observamos igualmente que, la cola, sin llegar a ser de cien metros, podía
llegar tranquilamente a los cincuenta. La solución fue volver directamente a la
Compañía y esperar que el siguiente día fuese más provechoso.
Casi
llegando la Compañía nos encontramos a uno de los “perdigones” con los que habíamos hablado los primeros días y con un
intercambio de fuego y tabaco nos dijo que para llegar a tiempo al Casino y
para coger una mesa –que, sí las había- había que estar allí a las seis en
punto de la tarde. Además, era aconsejable no ir solo, sino que la mejor opción
era que, yendo varios, uno fuese hacia la barra a pedir mientras los otros
ocupaban la mesa y cuidaban las sillas. Máxime, teniendo en cuenta que había
que ir primero a una parte de la barra donde se encontraba una caja
registradora que manejaba con eficiencia un soldado y al cual se le pedían los
productos a consumir, lo que, previo pago de su importe se premiaría con un
ticket. Con ese ticket pasaríamos a otra parte de la barra donde nos darían los
productos.
Entendido
y aceptado.
Al
día siguiente, como si de una misión táctica se tratase, fuimos concertando
entre unos pocos la mejor manera para poder llegar con tiempo, coger sillas y
mesas, acercarnos a la barra con una lista previamente preparada y solicitar
los productos ante el amo de la registradora donde nos darían el preciado
ticket. Mientras, otro de nosotros haría cola en la parte de la barra donde se
servían los productos y sería el que recibiría el papelillo para dárselo al
camarero que nos serviría las consumiciones.
Ahí
aprendimos que no toda táctica lleva consigo un buen resultado efectivo en la
batalla. Ahí aprendimos que, sólo con la táctica no se ganan las batallas. Se
necesita además una buena estrategia. Se necesita astucia. Se necesita
picardía, incluso marrullería. Así fue.
El
día señalado a las 18.00 horas (ya utilizábamos el horario militar) estábamos
en la puerta esperando para que abriesen y poder pasar entre los primeros
puestos. Uno de nosotros ocupó una mesa y sujetó a su lado seis sillas. Otro
corrió hacia la máquina registradora con su papel con el pedido la mano:
dieciocho xuxos y doce batidos de
cacaolat. Al tanto, otro se puso a la cola de la barra donde ya, a aquellas
tempranas horas, ya había unos pocos alumnos esperando para hacer lo mismo
(evidentemente, utilizando la misma estrategia).
El
alumno se ubicó a la vera de la registradora en noveno lugar para solicitar la
compra. Los codazos ya empezaban a notarse y sin haber un árbitro por allí que
controlase la situación, el ambiente se hizo insoportable. El encargado de la
registradora, como un San Pedro divino cuidador de las puertas del cielo, hacía
caso omiso a los requerimientos de aquéllos que no le parecían oportunos.
Después de varios intentos, con su ticket en la mano se acercó hacia donde
estaba su compañero haciendo bulto para pedir el material que aparecía en el
ticket. A la vera del mostrador, todos los que se amontonaban delante de la
barra, con un brazo en alto sujetando el preciado ticket, llamaban a gritos al
camarero:
-Aquí,
aquí…-decían unos y otros.
Pero
aquí la estrategia falló (grandes batallas se han perdido por no haber aplicado
correctamente la estrategia a la táctica ¿O era al revés?). La historia volvió
a cambiar ya que el camarero, increíblemente, parecía conocer a algunos de los
que allí se amontonaban, no prestando atención al resto.
Aquel
era un problema que terciaba una solución. Ya éramos militares y como tales, debíamos
ser estrategas. Deberíamos pensar militarmente y buscar soluciones sencillas a
problemas complejos. Ésta apareció por sí misma: al día siguiente invitaríamos
a merendar a uno de los “perdigones” …
Lo
cierto es que no hizo falta y como lo hizo, no lo sé. Pero uno de nosotros
consiguió hacerse amigo de uno de los soldados camareros y posteriormente de
otros más. Los llamaba por su nombre de pila e incluso tenía tiempo de hacerles
algún chiste mientras esperaba a que le diesen su ticket. Al recoger el
producto de los tickets, simplemente daba una voz entre el barullo. -¡Pepe!
–decía. Y el camarero de la barra le veía e inmediatamente le atendía. Entretanto
el resto, guardaba cola quejándose y jurando en hebreo.
Grandes
momentos nos esperarían a partir de ese día.