domingo, 18 de noviembre de 2018

NUNQUAM MINERVA PARTEA PALAS. Capítulo cinco. El primer día de paseo. Primera parte.


Nos habían dicho que para poder salir de paseo había que pelarse debidamente y luego además que tendríamos que pasar revista. Cuando alguien te dice que hay que pasar revista se entiende que debería ser una revista. Allí no. La variedad era asombrosa. De pelo de taquillas, de mesillas, de armamento, de botas, de zapatos, de ropa, de cinturón de charol, de chándal, de limpieza y policía del local, de baños y aseos…Cualquiera podía ser. Pero eso sí. Esta vez era con un buen fin. Por fin teníamos por delante la primera salida al pueblo.
Los días anteriores a aquella primera salida de la Academia ya nos habían anticipado: “ojito: el que quiera salir se lo tiene que ganar” y para ello los CASEP se habían apresurado a reforzar, si cabe, la disciplina y el buen hacer del alumnado en muchos casos a costa de la consabida nota. Las advertencias habían sido innumerables. Los preparativos para las temidas revistas no se hicieron esperar.
Las colas en el peluquero se hicieron interminables. No es que, precisamente, aquel peluquero tuviera mucho cuidado en hacerte un peinado a la moda, en aquellos años de lo más hippy, más bien te ponía la mano en la cabeza y pasaba la maquinilla, cual segadora, por todo lo que sobresalía de la mano. Aun así valía la pena llevar la cabeza bien pelada con tal de poder ver de nuevo un mundo que muchas veces ya olvidábamos que existía.
Por diferentes motivos, pero sobre todo por volver a relacionarse con el sexo femenino, valían la pena los sinsabores. Las revistas y filtros a pasar, las colas en la peluquería… Incluso la falta de tiempo o por cierta amistad con el riesgo. Algunos hubo que en las propias dependencias de la Compañía habían dejado su pelo y con ello sus cabezas y orejas en manos de algunos primeros espadas que decían saber cortar el pelo con una hoja de afeitar. El resultado además de penoso era bochornoso, pero para el caso podía valer. Ya de por sí el pelo se llevaba a corto pero para aquella ocasión había que subirse los cuellos, término coloquial que venía a decir que el pelo empezaba en el cuello, aproximadamente a la altura de las orejas.
En lo más alto de la Academia casi lo más alto, se encontraba la delegación de Correos en la cual por el sencillo sistema de perder el rato de estancia en el casino,  uno se podía dirigir allí a cobrar un giro si era posible o a retirar dinero de alguna cartilla que se pudiera tener en aquella entidad. Las colas, por supuesto, se hacían interminables esos días. Todo mundo quería tener dinerito fresco para gastárselo en el pueblo y tomarse aquel cubata tan esperado y recordado acompañado de cualquiera de las señoritas nativas del pueblo que, galantemente estarían esperando por la recién salida al pueblo de los ansiados Caballeros. No habría bromuro que nos parase.
Así que sacamos y estiramos bien el traje de bonito de entre los apretujones en que se encontraba dentro de la taquilla, bruñimos y limpiamos cinturones y zapatos y conseguimos, a poco, dejar los hierros de las cadeteras brillantes como faros de luz en la oscuridad. Ya estábamos preparados.
De esa manera comenzó la mañana en la que una tras otra pasamos todas las revistas posibles.  De todo tipo: de armamento, de locales, de pelo, presencia, bonito, cadeteras, taquillas, cuero y chapas, calzado…, y con las cuales y consumados todos los filtros quedó eliminado el personal que en vez de salir a pasar la tarde en el pueblo pasaría la tarde en el estudio de arrestados. Por fin habíamos conseguido el ansiado permiso.
Ahora había que poder desplazarse desde la Academia hasta el pueblo, cuatro mínimos kilómetros que podían hacerse una barrera insuperable sino se disponía de un coche, taxi etc. El autobús parecía una solución viable en cuanto que llegásemos a la parada antes de que se cubriesen los asientos. Una vez lleno se apagaban todas las posibilidades de bajar al pueblo que no fuesen por la cruda vía del paso ordinario, así que con prontitud y orden preparamos las diez pesetas que costaría el desplazamiento y nos dirigimos al camino del botiquín, donde nos estarían esperando.  Otra opción era posible, aunque pasaba por disponer de una economía rutilante. Ni más ni menos que coger un taxi entre cuatro para lo cual previamente el servicio de taxis del pueblo, enterados ciertamente de la noticia de que los más de mil alumnos tendríamos derecho al paseo, inmediatamente había provisto de suministro viajero para subir a buscarnos y esperar hacer en un sábado la caja de toda la semana.
El camino no había sido fácil pero habíamos llegado al pueblo.
Las cuatro de la tarde. Sol. Calor. Ventanas y puertas cerradas a cal y canto y ni un alma por la calle. Qué fácil es ahora imaginarse un pueblo desierto por el que únicamente pululaban unos seres vestidos de verde y con cadeteras blancas…



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