Las
presentaciones habían llegado a su fin. Por fin conocíamos a todos los mandos
que iban a regir nuestras vidas y milagros durante el resto de aquel curso
académico. Los jefes de sección habían aparecido por allí como sin darse
importancia pero, dando al aire su propia impronta.
El
uno, aparentemente demasiado joven para ser teniente, llevaba bolsillos en el
M67. Cosa poco usual pero consecuente con aquel rimbombante nombre de siete
bolsillos que traían en su caja los trajes. Realmente solo tenían seis y por
más que buscásemos nadie fue capaz de dar con el séptimo, hasta qué, cuando
apareció el teniente con sus manos en los bolsillos, pareció dar calma y
tranquilidad a nuestros atribulados cerebros. Luego resultó que aquella obra de
ingeniería se la había mandado realizar a una modista de Salas de Pallars. Con
pocas palabras y sin levantar mucho la voz nos hizo un pequeño desglose de lo
que desde su punto de vista iba a ser el curso: que nos iríamos conociendo, que
las dudas y problemas (incluso quejas) las presentásemos ante los
correspondientes CASEP (¡qué miedo!) y que poco a poco iríamos… parecía un
ángel hablando a los serafines. Estábamos embelesados con aquella arenga que
sonaba tan bien en nuestros acongojados oídos.
El
otro apareció por allí con un chucho y nos dio unas palabras a una velocidad
mayor que el rayo en y en un idioma prácticamente incomprensible que nadie
pareció entender. Vino a decir algo sobre su perro y acabó presentándonos a su
coche (un 127 blanco que acabaría haciéndose famoso en aquellas lides). El caso
es que cuando ya se marchaba, nos dijo que él era el más especializado, el más
acreditado, el más…en una palabra el más
caracterizado. Ello le valió el inmediato y categórico apelativo de “Masca” que
le llegó a perdurar durante todo el curso.
El
último tardaría unos días en incorporarse y de momento deberíamos contentarnos
con un sargento que haría sus veces, nos dijeron. Éste, en un lenguaje que
todos pudimos entender nos advirtió la aplicación de la disciplina militar a la
enseñanza académica, explicándonos en que iba a consistir el curso que hacía
breves fechas había comenzado.
La
presentación del capitán fue como mucho más aristocrática. Apareció por allí
como de rondón cuando estábamos escuchando a uno de los tenientes y metido en
medio de la formación, fue haciendo comentarios
jocosos a unos y otros, o preguntas de carácter general que, más que ayudar,
escamaban al intimado, dejándole receloso sin saber exactamente lo que había
pasado. El “equipo completo” comenzaba a forjarse.
-
¿Qué tal se encuentra usted esta
mañana?, joven.
No
sabiendo de donde procedían aquellas palabras, el interpelado movía la cabeza
sin saber hacia dónde dirigirse.
-
¿Ha desayunado usted bien hoy?,
Caballero.
-
¿Cree usted que hay vida más allá de la
disciplina y el orden cerrado?
-
¿Cómo se llama su capitán?
-
…
-
¡Cómo! ¿No se sabe el nombre de su
capitán? Alguien tendrá que responder por esto.
En
medio de la formación, un individuo, alto, con gafas de sol negras, también al
igual que el primer teniente con bolsillos en el pantalón de faena, andaba por
allí preguntando aquellas cosas tan extrañas.
Finalmente,
como si de la entrega de los Oscar se tratase y como si fuese pisando una
alfombra roja, subió las cuatro escaleras que llevaban al zaguán de la Compañía
y con una sonrisa “profidén”, nos saludó a todos levantando una mano hacia los
tenientes y CASEP que, se ve que conocedores del carácter de aquel individuo,
no dieron más importancia y siguieron a lo que estaban. Sin más dilación
comenzó su aserto, que fue largo y reposado, su verbo fluido y suave nos llevó
por lugares que no conocíamos y nos dejó entrever que aquella no iba a ser una
Unidad normal de alumnos, que no iba a ser una Unidad blandengue… bla,bla,bla.
Acabó
con aquello tan manido de que “las
puertas de mi despacho estarán siempre abiertas para que ustedes puedan
contarme sus cosas o lo que se les ocurra”. Hermosas palabras que, con los
años han ido repitiendo todos aquellos que con motivo de una presentación
quieren dar una imagen de democráticos, ello con el olvido evidente del
puñetero conducto reglamentario que viene a arreglar de golpe cualquier
necesidad que puedas tener de rajar donde no debes.
Los
ahora caballeros o caballeretes como se terminó llamándonos, conocimos aquello
del conducto reglamentario por el militar sistema del frotamiento duro. La
primera vez que uno de los alumnos se acercó al capitán para preguntarle alguna
cosa de, evidentemente, poco interés, el CASEP más cercano le miró y con un
leve movimiento de la mano derecha, como si fuese a escribir, colocó las cosas
en su sitio “luego me da nota, caballero”.
Solucionado.
Lo
cierto es que cuando ya llevábamos unos pocos días allí, ya nos habíamos hecho una
composición de lugar de los mandos que nos habían tocado y estábamos en
disposición de compararlos con los de otras secciones o compañías.
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