domingo, 18 de noviembre de 2018

NUNQUAM MINERVA PARTEA PALAS. Capítulo cinco. El primer día de paseo. Segunda parte.


Habíamos llegado al pueblo. Los CASEP nos habían dicho que fuésemos preparados, pero no nos habían dicho para qué. Evidentemente todos habíamos entendido lo que más nos interesaba, sin haber puesto interés en una interpretación contraria. - ¡Vamos a arrasar!

Los había que toda la semana habían pasado penando por si en el pueblo pudiera haber una buena farmacia de guardia donde hacerse con uno de aquellos “calcetines de viaje” tan socorridos. Pobres.

El autobús nos dejó, en tiempo y forma, en la Rambla del pueblo después de un breve viaje de una media hora. Aquel fue el primero de otros muchos viajes que acabamos haciendo a aquel pueblo. Pero aquella primera vez hubo una diferencia importante con las posteriores. Aunque al bus no le funcionaba el radiocasete, ni mucho menos tenía aire acondicionado o calefacción, no nos importó demasiado, por lo menos en aquel primer viaje ya que los cánticos y las conversaciones (en aquellos primeros días cantábamos alegres canciones obscenas durante el viaje) tapaban cualquier necesidad de música. Los viajes subsiguientes tampoco hubo radiocasete en el bus, pero ya no fue lo mismo. 

Al poner el primer pie en el suelo de aquel pueblo recibimos el primer sudor y al mismo tiempo el primer escalofrío; éramos jóvenes, libres y deseosos de soltar toda aquella tensión que habíamos acumulado en aquellos primeros días en los que, las propias señoras de la limpieza nos acababan pareciendo unas auténticas bellezas.

En unos instantes los autobuses desaparecieron de allí y antes de que nos diésemos cuenta, nos habíamos quedado solos encima de la acera cerca de 800 alumnos. 800 hormigas verdes que nos tropezábamos unos con otros y que no sabíamos exactamente para dónde tirar.

En un primer estudio de la situación nos dimos cuenta, no sin dolor, que no había nadie por la calle. Alguien dijo: -seguramente la gente saldrá a la calle con la fresca. Todos afirmamos con la cabeza: -Sí, sí. Con la fresca.

El mismo dijo: -Bueno, mientras nos tomaremos un café y una copa.

Todos volvimos a afirmar con la cabeza: - Sí, sí. Un café y una copa

Los grupos comenzaron a formarse y poco a poco fueron desapareciendo del lugar de parada del autobús; no muy lejos ya que el pueblo no parecía para grandes milagros.

-           ¡Allí hay un bar! –vino a decir uno.

Y todos fuimos rápidamente a hacer que aquel industrial del pueblo hiciera, sin haberlo pensado, su agosto en el mes de setiembre, a costa de unos Caballeros Alumnos necesitados de libertad.

Un individuo con cara huraña y de pocos amigos nos miró con poco entusiasmo. -Bona tarda,  ¿que voleu prendre?
La misma cara de pocos amigos en la contestación. - ¡Eh! Oiga. En español.
-        Espera, dijo un valenciano: Vull prendre un cafè. 
-        Haber, ¿qué va a ser? Acabó diciendo el paisano.
Los cafés y las copas comenzaron a aparecer encima de la barra y quien más quien menos, se tomó el primero de penalti a fin de vencer el ansia. Luego, el segundo, un poco más reposado y concienzudo, centrándose al ver que la situación no iba a ser como se había planteado en los días anteriores. Algunos, los más atrevidos, osaron preguntar al paisano del bar por las chicas de aquel pueblo. Una mirada bastó para dar una explicación silenciosa de cómo iba a ser la relación entre las hormigas verdes y el resto del pueblo durante lo que tardó en durar el curso. 
Animados, otros repreguntaron y repreguntaron, pero el paisano, en sus trece, siguió con su silencio y cambiando incluso la cara, ya de por sí poco amable, que había esgrimido durante el tiempo que habíamos pasado tomando aquellos cafés.
Dos cafés y dos copas habían caído, pero todavía no eran las cinco de la tarde. Había que hacer algo, de manera que nuestra ansia de liberación pudiera tener algún resultado, aunque no fuese más que ver a personal del sexo contrario por la calle. Nos daremos una vuelta. 
Veinte minutos más tarde estábamos de vuelta en el mismo bar, pidiéndole al mismo paisano otro café y otra copa, que esta vez procuramos dilatar en lo posible a la espera de que llegase la hora de que abriesen las discotecas.
Al cabo de poco tiempo alguien apareció por allí diciendo que había visto un cine un poco más adelante de donde nos encontrábamos y que exhibía dos películas en sesión continua. Una del oeste y otra de espadachines. Fue suficiente para solucionar nuestro problema de tiempo. Acabamos de penalti el café y la copa y nos fuimos directamente a buscar el cine, donde veríamos las dos primeras películas de sesión continua de muchas que acabamos viendo posteriormente. No importaba si te perdías el principio. No importaba si te perdías el final. Lo que no vieses hoy, lo podías ver la semana que viene.
 
La idea no era mala, pero lamentablemente la habíamos tenido todos a la vez y nada más llegar al cine y haber pagado las quince pesetas de la entrada, la cruda realidad nos volvió a poner en nuestro sitio. Los cerca de 400 asientos de dura madera que podía tener el cine, estaban absolutamente ocupados por alumnos. Los propietarios del cine, adelantándose en el tiempo al overbooking, habían sido pillos y habían vendido más entradas que las permitidas por el aforo. Así, según entrábamos, veíamos como en los pasillos del cine habían colocado sillas plegables para que todos aquellos que habían pagado la entrada sin haber un sitio disponible pudieran ver la película lo más cómodamente posible. Pero eso sí: ni un solo paisano, ni mucho menos una paisana.
Una película, luego la otra, luego otra vez la primera y no acababan de dar las 20.30 para poder ir a la discoteca. Algo fallaba en las expectativas que nos habíamos marcado.
Pero la hora llegó y como un resorte levantamos nuestro castigado trasero de la butaca y raudos nos levantamos prestos a pasar nuestra primera tarde de discoteca después de tantos esfuerzos.
De aquel pueblo desierto en el que únicamente pululaban unos seres vestidos de verde y con cadeteras blancas pasamos a un pueblo semi desierto en el que únicamente pululaban unos seres vestidos de verde y con cadeteras blancas y alguna otra persona. La cosa empezaba a cambiar. De lejos se comenzaban a vislumbrar las primeras jóvenes locales. - ¡Vamos para allí! Allá van otras. ¡Vamos para allá!
Al final dos discotecas llamaban nuestra atención: la Siglo XX y la Xino Xano; vamos, la “Chino Chano” que le llamaríamos a partir de aquel momento. Daba igual el nombre. A por la primera. La segunda luego.

En la puerta ya se agolpaban los primeros trescientos alumnos que al calor del “Don´t leave me this way" de Thelma Houston estaban esperando a que les cobrasen la preceptiva entrada. Los clavos de los cordones hacían unos movimientos uno contra otro que casi tapaban el barullo que se había formado en la puerta. - ¿Habrá agarrado? -se preguntaban unos a otros. - ¡Coño, pues claro!, respondían.

No sin dificultades conseguimos llegar a las afueras de la pista y por supuesto mirando y escudriñando lo que íbamos buscando vimos las primeras chicas en la discoteca. Nuestro corazón dio un latido de aviso y comenzó el cortejo. - Primero nos tomaremos un cubata. Vámonos al bar...



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