viernes, 13 de abril de 2018


A LOS COMPAÑEROS DE ARMAS.

Que rápido nos olvidamos de lo vertiginosa que pasa la vida. A veces, nos dejamos llevar tan intensamente por lo que llevamos dentro y nos metemos tanto en el papel que jugamos que pensamos que aquello que nos divierte y atrae va a durar para siempre. No. No es así.

El cruel espejo nos pone en la auténtica realidad en cuanto nos reflejamos en él. Inmediatamente nos ponemos en situación y vemos que allí donde había frescura y lozanía, donde había atrevimiento, descaro e incluso insolencia, ahora quedan rostros ajados de mil batallas, piel endurecida, canas y poco pelo. Allí donde hubo una frente tersa ahora unas arrugas de variados tamaños surcan ese pequeño espacio que revela sin fisuras la forma en que ha transcurrido todo este tiempo.

Han pasado cuarenta años, pero parece que sólo hayan pasado dos o tres. Que lamento que no pueda seguir siendo así. Sí, que lamento. Ahora, cuando las reglas humanas y las normas legales nos han obligado a dejar aquellos quehaceres que nos tuvieron tan entretenidos (¡y de qué manera!) durante tanto tiempo, debemos ver las cosas desde un nuevo punto de vista.

Es de rigor, en primer lugar, el reconocimiento a la familia, que ha tenido a bien soportarnos y soportar durante tantos años, primero las semanas y las guardias, luego los cuarteles, los retenes y las protecciones de objetivos, finalmente las misiones. Siempre algo que hacer. Siempre con la sensación de que se podía hacer algo más, que se podía haber cumplido aquello que se había dejado sin acabar.
Luego padres, luego abuelos. Y la familia siempre ahí: antes con su apoyo moral y ahora con la dulce sensación de que alguien tiene interés en las historias que contamos.

No deja de ser curioso qué si de vez en cuando nos encontramos con algún colega de aquellos tiempos, no necesariamente de nuestra arma o Compañía, luego de los saludos de rigor y el conocimiento mutuo de la pertenencia a la misma promoción suene la muletilla de ¡Te acuerdas de…!
Aquel día que nos entregaron aquel primer traje abierto con su corbata, olvidando el corchete y la dura tirilla que los procedentes de tropa habían llevado anteriormente con orgullo y que hizo de nosotros la primera promoción de alumnos que ostentaba tal gala. Y de aquellos trajes hidrofugados que nos dejaban las carnes de las piernas al rojo vivo, imposibles de poner si no era con los calzoncillos marianos por debajo. O de aquellas flexiones obligadas, a una hora intempestiva y una climatología inclemente. O recordar cuando nos llevaron a recoger el equipo de maniobras y nos dieron un trozo de tela verde llena de agujeros que, por lo visto eran ojales y que debían sujetarse con los botones del trozo de tela de otro compañero cualquiera, para que con unión de un palo corto acabado en pico, se juntasen cuatro de ellos y se montase la más magnífica posesión que en campaña puede tener un combatiente: un lugar donde dormir, el descanso del guerrero. Por no decir del día que nos entregaron la mochila: un hierro triangular al que se sujetaban unas cintas de las que colgaba un trozo de tela…
O cuando te daba la risa floja al ver la cara de los demás tiznada con un tapón de una botella de champán. “Caballero: siempre hay que tener presto en el bolsillo un corcho de botella y un mechero”.  Alguien les llamará “batallitas”. Más bien batallas. Y todas ganadas.

Quizá sin pretenderlo exactamente, aquella falta de medios, aquel defecto de sueño, aquella tecnología 4.0 sin enchufe, en fin, aquella falta de satisfacciones hizo de nosotros unos soldados austeros, frugales y sobrios, templados y ponderados, incluso sosegados, cualidades éstas qué únicamente son atribuibles y exigibles a un buen líder. “Ustedes son el primer eslabón de la cadena de mando y se espera que consigan, en estos cursos académicos, las cualidades y maneras que se presumen a los líderes”, nos decían. Así lo hicimos.

Como era de esperar, aquella fase acabó y unos jóvenes y bisoños sargentos llegamos a las unidades a demostrar aquel liderazgo, imbuidos de una ilusión que marcaba el grado, la escala, la promoción. Sí, sí, la promoción. No hay cosa que pueda unir más a las personas que haber tenido en común algo que ha supuesto un sufrimiento, dolor, cansancio, hambre o sueño y ciertamente aquellos años en que se nos mantuvo juntos, resistiendo aquellos lances, nos dieron ocasión de llenar nuestros corazones de un estigma que todavía permanece. 
Los primeros días en las unidades pasaban rápidamente; trabajar, trabajar y trabajar. Nada más que eso: caballos, cañones, talleres, cables o simplemente el duro ”pinreleo” hacían nuestro trabajo diario una faena en muchos casos poco agradecida, pero tan ilusionante que se dormía por puro cansancio y con la ilusión de despertar al día siguiente y retomar aquélla esforzada fajina. ¿Qué era aquello comparado con lo que nos quedaba por delante? Todo lo grande empieza con algo muy pequeño.

Lamentablemente, el tiempo no se detiene y un día te ves con el “pico” y al otro con la sardineta y en un momento te has convertido en un veterano. Esa veteranía, sencillamente, añadió rectitud e integridad a un liderazgo consolidado y marcó el momento en que aceptamos que la Institución siempre prevalecerá sobre las personas.
En unos tiempos en que las funciones de cada empleo no han estado muy definidas, hemos hecho un poco de todo. Sargentos que mandaban pelotones de cincuenta hombres, sargentos primeros en vacantes de brigada haciendo de sargentos, brigadas jefes de sección y subtenientes válidos para hacer guardias en cualquiera de los dos cuartos. Se ha hecho y se ha hecho bien.  Cada uno desde su propio empleo o escala ha ido envejeciendo (perdón, haciéndose mayor) y viendo cómo otras promociones llegaban pidiendo paso y el relevo, cumpliendo con ello la máxima de la ley de vida: coger antigüedad.

Las modificaciones de gobiernos, leyes, reglamentos e incluso órdenes ministeriales no nos han hecho, en términos generales, ningún favor. Es más, nos han afectado muy directamente, aunque, siendo positivos, debemos admitir que quizá eso haya sido una más de las circunstancias que han hecho que hayamos adquirido una impronta que nos ha hecho responsables de que los componentes de las nuevas promociones hayan podido regularizar medianamente su situación laboral. Los compañeros que han cambiado de escala saben bien de qué estamos hablando.

Pero la adquisición de antigüedad no sólo afecta en ese sentido. Pasada aquella época y luego muchos años más, por el propio ciclo vital, hemos perdido de vista en muchas ocasiones durante muchos años, a aquellos compañeros con los cuales, habiendo sido uña y mugre pasamos algunos de los peores momentos de nuestra vida. Pero hemos sido unos afortunados. Por los pelos hemos entrado en la etapa de la tecnología al más alto nivel y alguien avispado queriendo recordar aquellos tiempos en los cuales la Promoción era nuestro nexo de unión, se ha esforzado en evitar olvidos y abandonos y empeñado en afianzar antiguas amistades ha sido capaz de aglutinar en poco tiempo a la mayoría de una Promoción qué a poco, pasaba de los mil alumnos. Gracias Mena.
Los nuevos tiempos nos han dejado unas posibilidades tecnológicas que hace cuarenta años nadie nos las hubiera hecho creer, pero hoy casi sin vernos y después de haber perdido alguna pequeña parte de la apariencia adquirida durante el año de Talarn, hemos sido capaces de reconocernos con una pantalla de ordenador por delante y volver a recordar los viejos tiempos.

Hoy, fecha en que este periplo de cuarenta años ha llegado su momento álgido, no debemos olvidar que sí de algo debemos sentirnos satisfechos, es de haber pasado por aquella Academia bajo mínimos, sin logística, sin medios y con frio. Pero eso sí, con sentimiento. Debemos recordar a los que, con nosotros, empezaron y no están aquí para celebrar un aniversario en que, seguro les recordaremos con el afecto que se merecen. Recordar también que casi todo lo que somos ahora se lo debemos a aquel avieso año en que lo único que brillaba a nuestro alrededor eran las famosas “letras” y unas montañas que había allí a la derecha sobre las cuáles sosteníamos nuestra idea de libertad: la V de victoria. Nunca he tenido muy claro si mirando aquella V queríamos significar nuestra victoria por acabar aquel año o la propia libertad que estimábamos había detrás de ella. Creo qué aunque las letras ya no pervivan físicamente en la montaña si perviven en nuestros corazones y la victoria, es evidente que la hemos conseguido.

Al aceptar el encargo de mi amigo Céspedes y ponerme a escribir estas líneas, recordé una frase de Lao-Tsé filósofo chino fundador del taoísmo: “De los buenos líderes, la gente no nota su existencia. A los casi buenos, la gente les honrará y alabará. A los mediocres, les temerán y a los peores les odiarán. Cuando se haya completado el trabajo de los mejores líderes, la gente dirá: «lo hemos hecho nosotros»

Burgos, 03/05/2017.

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