Habíamos llegado al pueblo. Los CASEP nos habían dicho que
fuésemos preparados, pero no nos habían dicho para qué. Evidentemente todos
habíamos entendido lo que más nos interesaba, sin haber puesto interés en una
interpretación contraria. - ¡Vamos a arrasar!
Los había que toda la semana habían pasado penando por si en el
pueblo pudiera haber una buena farmacia de guardia donde hacerse con uno de
aquellos “calcetines de viaje” tan
socorridos. Pobres.
El autobús nos dejó, en tiempo y forma, en la Rambla del pueblo
después de un breve viaje de una media hora. Aquel fue el primero de otros muchos
viajes que acabamos haciendo a aquel pueblo. Pero aquella primera vez hubo una
diferencia importante con las posteriores. Aunque al bus no le funcionaba el
radiocasete, ni mucho menos tenía aire acondicionado o calefacción, no nos
importó demasiado, por lo menos en aquel primer viaje ya que las conversaciones
tapaban cualquier necesidad de música. Los viajes subsiguientes tampoco hubo
radiocasete en el bus, pero ya no fue lo mismo.
Al poner el primer pie en el suelo de aquel pueblo recibimos el
primer sudor y al mismo tiempo el primer escalofrío; éramos jóvenes, libres y
deseosos de soltar toda aquella tensión que habíamos acumulado en todos
aquellos días en los cuales las propias señoras de la limpieza nos acababan
pareciendo unas auténticas bellezas.
En unos instantes el autobús desapareció de allí y antes de que
nos diésemos cuenta, nos habíamos quedado solos encima de la acera cerca de 800
alumnos. 800 hormigas verdes que nos tropezábamos unos con otros y que no
sabíamos exactamente para dónde tirar.
En un primer estudio de la situación nos dimos cuenta, no sin
dolor, que no había nadie por la calle. Alguien dijo: -seguramente la gente
saldrá a la calle con la fresca. Todos afirmamos con la cabeza: -Sí, sí. Con la
fresca.
El mismo dijo: -Bueno, mientras nos tomaremos un café y una copa.
Todos volvimos a afirmar con la cabeza: - Sí, sí. Un café y una
copa
Los grupos comenzaron a formarse y poco a poco fueron
desapareciendo del lugar de parada del autobús; no muy lejos ya que el pueblo
no parecía para grandes milagros.
-
Allí hay un bar.
Y todos fuimos rápidamente a hacer que aquel industrial del pueblo
hiciera, sin haberlo pensado, su agosto en el mes de setiembre, a costa de unos
Caballeros Alumnos necesitados de libertad.
Un individuo con cara huraña y de pocos amigos nos miró con poco entusiasmo. -Bona tarda, ¿que voleu prendre?
La misma cara de pocos amigos en la contestación. - ¡Eh! Oiga, en español.
- Espera, dijo un valenciano: Vull prendre un cafè.
-
Haber, ¿qué va a ser? Acabó
diciendo el paisano.
Los cafés y las copas comenzaron a aparecer encima de la barra y quien
más quien menos, se tomó el primero de penalti a fin de vencer el ansia. Luego,
el segundo, un poco más reposado y concienzudo, centrándose al ver que la
situación no iba a ser como se había planteado en los días anteriores.
Algunos, los más atrevidos, osaron preguntar al paisano del bar por
las chicas de aquel pueblo. Una mirada bastó para dar una explicación
silenciosa de cómo iba a ser la relación entre las hormigas verdes y el resto
del pueblo durante lo que tardó en durar el curso.
Animados, otros repreguntaron y repreguntaron, pero el paisano, en
sus trece, siguió con su silencio y cambiando incluso la cara, ya de por sí
poco amable, que había esgrimido durante el tiempo que habíamos pasado tomando
aquellos cafés.
Dos cafés y dos copas habían caído, pero todavía no eran las cinco
de la tarde. Había que hacer algo, de manera que nuestra ansia de liberación
pudiera tener algún resultado, aunque no fuese más que ver a personal del sexo
contrario por la calle. Nos daremos una vuelta.
Veinte minutos más tarde estábamos de vuelta en el mismo bar,
pidiéndole al mismo paisano otro café y otra copa, que esta vez procuramos
dilatar en lo posible a la espera de que llegase la hora de que abriesen las
discotecas.
Al cabo de poco tiempo alguien apareció por allí diciendo que
había visto un cine un poco más adelante de donde nos encontrábamos y que exhibía
dos películas en sesión continua. Una del oeste y otra de espadachines. Fue
suficiente para solucionar nuestro problema de tiempo. Acabamos de penalti el
café y la copa y nos fuimos directamente a buscar el cine en donde veríamos las
dos primeras películas de sesión continua de muchas que acabamos viendo
posteriormente. No importaba si te perdías el principio. No importaba si te
perdías el final. Lo que no vieses hoy, lo podías ver la semana que viene.
La idea no era mala, pero lamentablemente la habíamos tenido todos
a la vez y nada más llegar al cine y haber pagado las quince pesetas de la
entrada, la cruda realidad nos volvió a poner en nuestro sitio. Los cerca de
400 asientos de dura madera que podía tener el cine, estaban absolutamente
ocupados por alumnos. Los propietarios del cine, adelantándose en el tiempo al
overbooking, habían sido pillos y habían vendido más entradas que las
permitidas por el aforo. Así, según entrábamos, veíamos como en los pasillos
del cine habían colocado sillas plegables para que todos aquellos que habían
pagado la entrada sin haber un sitio disponible pudieran ver la película lo más
cómodamente posible. Pero eso sí: ni un solo paisano, ni mucho menos una
paisana.
Una película, luego la otra, luego otra vez la primera y no acababan
de dar las 8:30 para poder ir a la discoteca. Algo fallaba en las expectativas
que nos habíamos marcado.
Pero la hora llegó y como un resorte levantamos nuestro castigado
trasero de la butaca y raudos nos levantamos prestos a pasar nuestra primera tarde
de discoteca después de tantos esfuerzos.
De aquel pueblo desierto en el que únicamente pululaban unos seres
vestidos de verde y con cadeteras blancas pasamos a un pueblo semi desierto en
el que únicamente pululaban unos seres vestidos de verde y con cadeteras
blancas. La cosa empezaba a cambiar. De lejos se comenzaban a vislumbrar las
primeras jóvenes locales. - ¡Vamos para allí! Allá van otras. ¡Vamos para allá!
Al final dos discotecas llamaban nuestra atención: la Siglo XX y
la Xino Xano; vamos, la “Chino Chano”
que le llamaríamos a partir de aquel momento. Daba igual el nombre. A por la
primera. La segunda luego.
En la puerta ya se agolpaban los primeros trescientos alumnos que
al calor del “Don´t leave me this way" de Thelma Houston estaban esperando a que les cobrasen la preceptiva entrada.
Los clavos de los cordones hacían unos movimientos uno contra otro que casi tapaban el barullo que se había formado en la
puerta. - ¿Habrá agarrado? -se preguntaban unos a otros. - ¡Coño, pues
claro!, respondían.
No sin dificultades conseguimos llegar a las afueras de la pista y
por supuesto mirando y escudriñando lo que íbamos buscando vimos las primeras
chicas en la discoteca. Nuestro corazón dio un latido de aviso y comenzó el
cortejo. - Primero nos tomaremos un cubata. Vámonos al bar...