El
presidente se colocó la aureola (nimbo como le gustaba decir a él, ya que
sonaba mucho más progre) y sin más preámbulos procedió a nombrar un director
general de no sé qué para el ministerio de Ministerio
de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, dirigido por José Luis Ábalos.
Evidentemente
Ábalos le había rogado tal nombramiento por activa y por pasiva y, claro, él se
habría negado sobre la base fáctica de que “quien decide es quien nombra” es
decir, si ese cargo era necesario, quien realmente debía nombrarlo era el
propio ministro.
Hasta
ahí podíamos llegar, pero sus socios de gobierno y muchos de los veintidós
ministerios habían procedido a nombrar a dedo a sus propios directores
generales y cargos súper necesarios de confianza. Nada que decir, ya que así se
tenía a los muchos ministros tan contentos, pero a la vista de que cada uno
nombraba a quien le daba la gana, él, como no podía ser de otra manera, se vio
obligado por las circunstancias a nombrar a dedo (a rosca chapa, para que nos
entendamos), o como se decía a la antigua manera: amiguismo, nepotismo,
enchufismo o en inglés “finger naming” que también queda muy pijo, a un íntimo
amigo de la infancia que se lo merece, porque le conoce de toda la vida y
además no debemos olvidar que ha hablado bien de él en público.
Aparentemente, el nombrado es una persona válida para el necesario
cargo que ahora va a desempeñar, aportando un espléndido currículum, motivo más
que suficientemente fundado para que se le aplique la máxima “tanto tienes
tanto vales” y directamente pase a cobrar 90.000€ al año que, por supuesto,
saldrán de las arcas públicas al igual que el resto de nombramientos de apremiante
y urgente convocatoria. Tan urgentes que se han
pasado por el arco del triunfo, el cumplimiento de la Ley, obviando con ello
que los 24 directores generales nombrados a dedo cuestan 2,4 millones de euros
a las arcas del estado, o que ese personal debería ser cubierto con funcionarios.
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