Capítulo cero. La
llegada.
No
habían pasado ni dos minutos cuando aquella cara y me miró y me preguntó si
estaba atontado. Luego supe que aquel energúmeno era lo que llamaban un CASEP: Caballero
Alumno Sargento Eventual en Prácticas.
-Corran, corran.
Eran
las dos palabras más repetidas y sonadas de aquel primer día en el que, después
de un periplo de más de 20 horas de tren, nos parecía estar en otra galaxia.
-¿Para qué? - Nos preguntábamos todos. -Si
sólo son las dos y ya hemos comido.
No
tardando apareció por allí otro militar. Más recio, más señorial, pero por fin
una cara amable. Los CASEP, ahora con más ímpetu, gritaron a todos lados:
atentos, firmes, ar…, pónganse bien, miren al cielo, al primero que se mueva me
lo follo, a ver aquel de allí, el de la melenita, luego me da nota…
-A sus órdenes mi Sargento, no hay
novedad…
-Continuar…
Primero
se nos dijo que sí nos llamaban por el primer apellido contestásemos con el
segundo. Luego que olvidásemos el nombre, que eso era para la calle. Otro de
los tópicos del primer día: olvidarnos de la calle. Eso se hace en la calle y
cosas por el estilo. ¿Qué era aquello de la calle que no se podía hacer en
aquella Academia? Y ¿qué calle?
-Van a tener un descanso de un minuto
para deshacer la maleta, antes de ir a cenar.
Un
temerario, osó preguntar al CASEP más cercano por el menú que íbamos a tener en
la cena. Los cuatro gritos seguidos que el CASEP rugió a escasos dos
centímetros de la oreja del alumno fueron suficientes para que éste pareciese
descomponerse con la vibración.
-¡Pero que pregunta es esa! ¿Pero a qué cojones ha venido usted aquí? ¿A engordar?
El CASEP lo miró con dureza. -Lo estaré vigilando.
-¡Pero que pregunta es esa! ¿Pero a qué cojones ha venido usted aquí? ¿A engordar?
El CASEP lo miró con dureza. -Lo estaré vigilando.
-Caballero, Caballero…- Se oía por todas partes.
Todos
mirábamos para todas partes para ver a quien llamaban y sobre todo para ver a
quien llamaban de aquella manera.
El
aprendizaje comenzó a frotamiento duro. Al día siguiente nos levantaron las
6:30. ¿Para qué? Sí no había nada que hacer, no teníamos botas, ni ropa, ni
nada que hacer más que estar allí, pero aun así salimos a la calle con paso
cansino cada uno con el pijama que se había traído de casa o algunos incluso en
calzoncillos.
-¡Corran! ¡Corran! ¡Vaya mierda de uniformidad que llevan ustedes!
-¡Corran! ¡Corran! ¡Vaya mierda de uniformidad que llevan ustedes!
No
habían transcurrido ni quince segundos cuando el CASEP más cercano mandó oblicuo izquierda, cuerpo a tierra y flexiones: cien flexiones. ¡Vamos gordos!
Repetían ¡Flojos! Son ustedes unos apáticos pero eso lo vamos a arreglar aquí en
poco tiempo.
Aquel
primer desayuno lo engullimos con un ansia estremecedora y eso que fue la
primera ocasión, de entre muchísimas más, que tuvimos para coincidir con el
zumo de ocho vegetales. Comer, comer, comer esa era la enseña de aquel primer
día. Hambre. Café con leche –el bromuro venía incorporado- dos chuscos, galletas
María, una loncha de mortadela, mantequilla y el famoso zumo. Que rico todo.
Llegados
de vuelta a la Compañía con la barriga llena y teniendo en cuenta que eran poco
más de las siete de la mañana, se nos hizo correr como descosidos durante casi
una hora dado que, según ellos, era la única forma de que aquellos flojos bajásemos todo lo
que habíamos comido de más.
Al
poco rato se nos explicó, acertadamente, que debíamos proveernos de una libretita
y un boli donde pondríamos una serie de datos personales y apuntaríamos
aquellos desbarajustes que hubiésemos perpetrado. La primera semana, los
arrestos a jardín. Luego, de repente, surgió el ”deme nota, Caballero”, que con
una somera explicación acababa en la inteligencia de que era algo sacrosanto.
¡No se le ocurrirá a ninguno de ustedes dejar de entregar aquella nota que se
les haya pedido! El CASEP levantaba el dedo índice y señalando hacia el común
de la formación decía: ¡les conozco a todos!
-¡A
la carrera!
No
había tres palabras más oídas y que más daño hicieran a nuestras pobres
neuronas, poco acostumbradas a semejante trajín. El siguiente día nos dieron el
primer petate y nos explicaron cuatro generalidades, que poco a poco resultaron
ser los dogmas de fe que debíamos cumplir día a día en aquella Academia. La
primera noche no hubo manera de dormir, pero con el paso de los días comenzamos
a apreciar el poder acostarnos en aquel camastro embutido entre dos taquillas
que sólo verle hacía que se nos hiciese la boca agua y te llamase para que te tendieses
en él. A partir de ahí, dormir a pierna suelta.
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