Aquellos
tatuajes no presagiaban nada bueno. Siempre mostrándolos, publicando su poder y
transmitiendo miedo. Los otros alumnos escapaban de su mirada y su contacto
como se escaparía de algo con la fecha de caducidad pasada.
Ese
curso llegó el nuevo. Limpio, sonrosado, fuerte. Hijo de un juez de menores que
llevaba con honra sus puñetas y que había basado su carrera en la legitimidad y
la justicia. En el primer enfrentamiento, el tatuado le rompió todos los
dientes y debieron extirparle el bazo. Quedó medio muerto. En breve los autos
llegaron al juzgado de menores, una cesta de medidas legales habían dejado
abierta la posibilidad de sentencias ejemplarizantes, pero la decepción no
tardó en llegar. Su abogado poco o nada pudo hacer. El juez actuó en
consecuencia. Poca instrucción y a la calle. Ahora el chico está muy raro.
Volver a nacer no le ha sentado nada bien.
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