Los humanos siempre hemos tenido
miedo, hemos sido seres temerosos que siempre hemos estado expectantes a la
hora de validar nuestros auténticos intereses. Pero un pueblo no sólo puede
vivir de sus intereses. Véase, por ejemplo, a los españoles. Hemos tenido miedo
a los romanos, a la peste, a los moros, al cambio político que se produjo en 1982.
A todo aquello que lleve consigo un trastorno de placida vida que, se supone,
debe llevarse en un país mediterráneo como éste. Sin embargo, hasta los miedos
han cambiado y ahora se teme a cosas más mundanas: la hipoteca, el paro, la
política… cosas que hasta hace bien poco tiempo no les dábamos la suficiente importancia.
Pero la pandemia nos ha traído los últimos miedos, que posiblemente no sean los
últimos, sino que sean los primeros de una nueva especie: no poder ir a los bares, no poder charlar con
los amigos, evitar los abrazos y roces… y quizá el peor de todos: aquel que
además de tenernos acongojados, puede obligarnos a pensar. No es otro que el
miedo a vacunarse. Vacuna sí o vacuna no.
Efectivamente la pandemia se ha
llevado consigo mucha gente, ha contagiado a millones de personas en todo el
mundo, pero a cambio, en un plazo mínimo se ha podido sacar una solución, por
lo menos medianamente práctica, para evitar que esto siga corriendo. Con ella
surgen los qué desluciendo tanto a la propia pandemia como a su propia solución,
se enredan en decir que no están de acuerdo con la vacunación o cosas mucho más
peregrinas como puede ser que lo harán cuando se hayan vacunado los políticos o
cuando se conozcan los resultados de otros países. ¿Será miedo a posibles
efectos secundarios? Cierto es que no ayuda lo que se ve en los WhatsApp, benditos
WhatsApp que nos ponen encendidos ¡ojalá fuesen falsos! La vacunación de
determinados políticos con jeringuillas sin aguja o carga, o sin apretar el
gatillo. Personajes superfamosos que obligan a los enfermeros a hacer
auténticas virguerías para que no se noten sus añagazas al esconder la
jeringuilla con la tapa puesta. Bueno, era de esperar dentro de las
expectativas normales de esta humanidad. Ya ha pasado con la gripe y su vacuna,
que todavía no está mayoritariamente aceptada y donde todavía mucha gente toma
como un orgullo decir que no la utiliza.
En fin, con esta realidad social
no alcanzamos las garantías mínimas a perder nuestros miedos, pero debemos
pensar que el resultado siempre puede ser peor: mantener confinamientos, bares
cerrados, economía por los suelos o la más complicada que se me ocurre: ¿hasta
dónde podrá llegar un patrono que exija a sus empleados una prueba de estar
vacunados?
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